mardi, janvier 31, 2012

La venganza

Lo más representativo en la historia cinematográfica de park chan-wook sin duda es su tríptico sobre la venganza. Old Boy, Sympathy for Lady Vengeance y Mr. Vengeance, en conjunto hacen uno de los trabajos más representativos en el cine coreano; no es casualidad, es el resultado de una idea bien pensada, planeada y por supuesto bien ejecutada que lleva a plano internacional el nombre del autor de este trabajo. No es una trilogía, por lo tanto cada una de estas tres películas tiene su propia trama, sus propios personajes y sus propios recursos de arte, aunque analizándolas con más detenimiento podemos encontrar esos puntos cruzados entre estas tres historias, que nos dan como resultado un panorama más amplio sobre lo que representan estas producciones, pues es el vivo retrato de los deseos, los miedos y la cotidianeidad del pueblo coreano.

mardi, octobre 11, 2011

No logo-Naomi Klein

Aquí está un fragmento del texto "No logo" de Naomi Klein (1999), quien es socióloga canadiense, especialista en temas sobre consumo, capitalismo y globalización.
También escribió "La doctrina del shock", aunque tal vez sea más popular el documental que se realizó sobre esta obra.


CAPÍTULO2
Las marcas se expanden
Cómo el logo llegó a ocupar el centro de la escena
Como el cocodrilo es el símbolo de Lacoste, creímos que podía interesarles
patrocinar los nuestros.
—Silvio Gomes, director comercial del Zoo de Lisboa,
refiriéndose al programa de patrocinio de esa institución
por las empresas, en marzo de 1998
Yo estaba en cuarto año de primaria cuando los vaqueros ajustados
eran la última moda, y junto con mis amigos me pasaba el tiempo observando
los traseros de los demás para ver de qué marca eran. «No
hay nada entre mis Calvins y yo», nos aseguraba Brooke Shields. Y
cuando nos echábamos en la cama, como Ofelia, y nos quitábamos
nuestros Jordache, sabíamos que era verdad. Hacia la misma época,
Romi, la Farrah Fawcett de nuestro colegio, hacía sus rondas entre las
filas de bancos de las aulas dando la vuelta al cuello de nuestros jerséis
y nuestros polos. No le bastaba ver la figura de un caimán o de un
hombre a caballo; podía ser una falsificación. Quería ver la etiqueta
que había tras el logo. Sólo teníamos ocho años, pero el terror de las
marcas ya había comenzado.
Unos nueve años más tarde conseguí un trabajo que consistía en
doblar jerséis en una tienda de ropa de marca Esprit en Montreal. Las
madres acudían con sus hijas de seis años y exigían ver solamente ropas
cuyas etiquetas ostentaran la palabra «Esprit» escrita con grandes
letras. «No quiere ponerse nada de otra marca», se disculpaban las
mamas cuando nos poníamos a hablar en los probadores. No es un secreto
que las marcas se han vuelto ahora más ubicuas e invasoras. Baby
Gap y Gap Newborn desarrollan la conciencia de la marca en los bebes
y los convierten en pequeños anuncios ambulantes. Mi amiga Mónica
me dice que cuando su hijo de nueve años hace los deberes, no
utiliza el marcador, sino el logo de Nike de color rojo.
Hasta principios de la década de 1970, las etiquetas con los logos de
la ropa estaban por lo general ocultas a la vista, discretamente situadas
bajo el cuello. Es verdad que en el exterior de las camisas aparecían
pequeños emblemas del diseñador, pero estas lindezas se limitaban a
las canchas de golf y de tenis de los ricos. Hacia finales de la misma década,
cuando el mundo de la moda se rebeló contra los oropeles de
Aquarian, la ropa deportiva de la década de 1950 fue adoptada por
unos padres que habían regresado al conservadurismo y por sus guapetones
hijos. El jinete de Ralph Lauren y el caimán de Lacoste escaparon
de las pistas de golf y se deslizaron a las calles, y fueron decisivos
para que el logo pasara al exterior de las camisas. Estos logos
cumplían la misma función que el acto de conservar en las ropas la etiqueta
de los precios: todo el mundo podía saber cuánto estaba dispuesto
a pagar quien las llevaba. A mediados de la década de 1980, a
Ralph Lauren y Lacoste se les unieron Calvin Klein, Esprit y, en Canadá,
la marca Rotos. Gradualmente, el logo pasó de ser una afectación
ostentosa para convertirse en un accesorio esencial de la moda. Lo
más significativo fue que el propio logo aumentó de tamaño, y de ser
un pequeño emblema se convirtió en un cartel del tamaño del torso
humano. Este proceso de aumento del tamaño del logo sigue adelante,
y ninguno ha llegado al de las dimensiones de Tommy Hilfiger, que se
las ha ingeniado para inaugurar un estilo de ropa que transforma a sus
fieles seguidores en muñecos andantes, hablantes y de tamaño natural,
momificados en mundos totalmente marcados con su logo.
Esta potenciación del papel de los logos es tan exagerada que la
esencia de éstos ha adquirido un nuevo significado. Durante la década
pasada, los logos alcanzaron un predominio tan grande que han transformado
sustancialmente las prendas donde aparecen convirtiéndolas
en simples portadoras de las marcas que representan. En otras palabras,
el caimán metafórico se ha tragado la camisa real.
Esta trayectoria refleja la transformación más general que ha sufrido
nuestra cultura desde el Viernes de Marlboro, provocada por la estampida
de fabricantes que trataban de reemplazar sus pesadas estructuras
de fabricación de productos con los nombres trascendentes
de unas marcas a las que asociaban mensajes profundos y llenos de significado.
Hacia mediados de la década de 1990, empresas como Nike,
Polo y Tommy Hilfiger ya estaban en condiciones de pasar a la etapa
siguiente en lo relativo a las marcas: ya no sólo referirlas a sus productos,
sino también a la cultura del entorno. Por medio del patrocinio de
los acontecimientos culturales, podían abrirse al mundo y reivindicar
partes de él a guisa de nuevos espacios para sus marcas. Para estas empresas,
las marcas no sólo eran un añadido de valor a los productos. Se
trataba de absorber ávidamente ideas e iconografías culturales que sus
marcas pudieran reflejar proyectándolas otra vez en la cultura como
«extensiones» de las mismas. En otras palabras, la cultura añadía valor
a las marcas. Por ejemplo, Onute Miller, responsable general de la
marca Tequila Sauza, explica que la empresa patrocinó una polémica
muestra fotográfica de George Holz, porque «el arte está en una relación
natural de sinergia con nuestro producto».1
El estado actual de expansionismo cultural de las marcas va mucho
más allá del Tradicional patrocinio que practicaban antes las empresas:
el acuerdo clásico por el que una compañía dona dinero para la realización
de un evento a cambio de que su logo aparezca en una bandera
o en un programa. Más bien se trata del enfoque que aplica Tommy
Hilfiger consistente en la ostentación frontal de la marca aplicándola
a los paisajes urbanos, a la música, a la pintura, al cine, a las celebraciones
comunitarias, a las revistas, a los deportes y a las escuelas. Este
ambicioso proyecto convierte al logo en el centro de todo lo que toca:
no es sólo un agregado ni una asociación feliz de ideas, sino la atracción
principal.
La publicidad y el patrocinio siempre han empleado la imaginería
para hacer de sus productos un sinónimo de experiencias culturales y
sociales positivas. Lo que diferencia a las marcas de la década de 1990
es que ahora se trata, cada vez en mayor medida, de extraer esa clase
de asociaciones del mundo de las representaciones y convertirlas en
una realidad viva. Así, el objetivo no es que actores infantiles beban
Coca-Cola en anuncios televisivos, sino que los estudiantes creen conceptos
para la próxima campaña publicitaria durante la clase de lengua.
Se trasciende las ropas Roots con el logo estampado en ellas y se
suscitan recuerdos del campamento de verano, llegándose a construir
un verdadero campamento veraniego Roots que a su vez se convierte
en una manifestación tridimensional del concepto de dicha marca.
Disney trasciende su cadena deportiva ESPN, un canal destinado a
esos tipos a quienes complace sentarse en los bares a gritar ante los re
1. Business Week, 24 de mayo de 1999 y Wall Street ]ournal, 12 de febrero de 1999.
ceptores de televisión, lanzando una línea de ESPN Sports Bars provistos
de enormes pantallas de televisión. El proceso de creación de la
marca va más allá de los tan comercializados relojes de pulsera Swatch,
y se lanza la «Internet Time», una nueva empresa del Grupo Swatch
que divide el día en mil «pulsaciones Swatch». Ahora la empresa suiza
está tratando de convencer al mundo de Internet para que abandone
los relojes tradicionales y se apunte a este tiempo sin zonas horarias y
de marca.
El efecto, si no la intención original, de la creación más moderna
de las marcas es poner a la cultura anfitriona en un segundo plano y
hacer que la marca sea la estrella. No se trata de patrocinar la cultura,
sino de ser la cultura. ¿Y por qué no? Si las marcas no son productos
sino ideas, actitudes, valores y experiencias, ¿por qué no pueden ser
también cultura? Como veremos después en este capítulo, el proyecto
ha tenido tanto éxito que la separación entre los patrocinadores culturales
y la cultura patrocinada ha desaparecido por completo. Pero esta
fusión no ha sido un proceso unidireccional; los artistas no se han
mostrado pasivos ni se han dejado oscurecer por las agresivas empresas
multinacionales. Muchos artistas, muchas figuras de los medios de
comunicación, directores de cine y estrellas del deporte se han esforzado
en imitar el juego de la creación de marcas. Michael Jordán, Puff
Daddy, Martha Stewart, Austin Powers, Brandy y Star Wars reproducen
ahora la estructura de empresas como Nike y The Gap, y, al igual
que éstas, se sienten encantadas con la posibilidad de desarrollar y potenciar
su propio potencial como marca, igual que los antiguos fabricantes
de productos. De modo que lo que antes consistía en el proceso
de vender cultura a un patrocinador a cambio de dinero ha sido
reemplazado por la lógica de la «co-marca», una asociación fluida entre
personajes y marcas muy conocidos.
El proyecto de transformar la cultura en poco más que una colección
de extensiones de las marcas no hubiera sido posible sin las políticas
de desregulación y de privatización de las últimas tres décadas.
En Canadá con Brian Mulroney, en los EE.UU. con Ronald Reagan y
en Gran Bretaña con Margaret Thatcher (así como en muchas otras
partes del mundo), se redujeron enormemente los impuestos que pagan
las empresas, una medida que hizo disminuir los ingresos fiscales
y acabó gradualmente con el sector público. (Véase la tabla 2.1, en la
página 60). A medida que el gasto público se reducía, las escuelas, los
museos y las emisoras de radio trataban desesperadamente de equilibrar
sus presupuestos, y en consecuencia se sentían dispuestas a asociarse
con las empresas privadas. Tampoco venía mal que el clima político
de la época se caracterizase por la ausencia de un lenguaje político
con el que se pudiese hablar con pasión sobre el valor de una
esfera pública no comercializada. Fue la época en que se convirtió al
Gobierno en un espantajo y surgió la histeria del déficit, y cuando
toda iniciativa política que no estuviera claramente destinada a dar
más libertad a las empresas era vilipendiada como causante de la quiebra
nacional. Fue contra este trasfondo que, en una rápida sucesión, el
patrocinio pasó de ser algo poco frecuente (a finales de la década de
1970) a convertirse en una industria de crecimiento explosivo (a mediados
de la de 1980), y tomó impulso durante los Juegos Olímpicos
de Los Ángeles de 1980 (véase la tabla 2.2).
Al principio estos acuerdos parecían positivos para ambas partes:
las instituciones educativas o culturales recibían los fondos que tanto
necesitaban y la empresa patrocinante se veía recompensada con alguna
forma discreta de reconocimiento público o bien con una reducción
de impuestos. La verdad es que muchos de estos nuevos convenios
entre el sector público y el privado eran así de sencillos, y
lograban equilibrar la independencia de los acontecimientos o de las
instituciones y el deseo de notoriedad del patrocinador, ayudando a
menudo a alentar un renacimiento de las artes haciéndolas accesibles
al público en general. Los críticos de la comercialización suelen olvidar
estos éxitos, pues meten en la misma bolsa todo tipo de patrocinio,
como si cualquier contacto con un logo de empresa fuera suficiente
para enturbiar la honradez natural de unos acontecimientos o causas
públicas por lo demás intachables. En The Commercialization of American
Culture, el crítico de la publicidad Matthew McAllister califica el
patrocinio empresarial como «una dictadura que se oculta tras una fachada
filantrópica».2 Escribe:
Al mismo tiempo que da lustre a la empresa, el patrocinio rebaja tocio
lo que toca (...). El acontecimiento deportivo, la obra de teatro, el concierto
o el programa de la televisión pública quedan subordinados a la
promoción, porque en la mente del patrocinador y en su propio simbolismo
existen para promocionar. Ya no se trata del arte por el arte, sino
del arte por la publicidad. A los ojos del público, el arte queda separado de
su dominio natural y teóricamente autónomo y se ubica simplemente en
2. Matthew P. McAUiester, The Commercialtzation of American Culture, Thousand Oaks,
Sage, 1996, pág. 177.
TABLA 2.1. Impuestos de las empresas como porcentaje de los ingresos federales
totales de los EE.UU. en 1952, 1975 y 1998
Fuente: Time, 20 de marzo de 1987, Oficina Estadounidense de Administración y Presupuesto;
Kevenue Statistics 1965-1998 (edición de 1997). OCDE; Presupuesto Federal de 1999. (Las
cifras correspondientes a Canadá se encuentran en la Taba 2.1a, Apéndice, página 513.)
TABLA 2.2. Aumento del gasto en patrocinio publicitario en los EE.UU. desde
1985
Fuente: IEG Sponsorship Report, 22 de diciembre de 1997 y 21 de diciembre de 1988,
el ámbito comercial (...) Siempre que lo comercial invade lo cultural se
debilita la integridad de la esfera pública, a causa de la evidente usurpación
que ejerce la promoción corporativa».3
En gran medida, la inocencia original de nuestra cultura es una ficción
romántica. Aunque siempre hubo artistas que han luchado valerosamente
para proteger la pureza de su trabajo, ni las artes ni los deportes
ni los medios de comunicación tuvieron nunca, ni tan siquiera
teóricamente, la calidad que imagina McAllister. Los productos culturales
siempre han dependido del capricho de los poderosos, desde los
ricos estadistas como Cayo Cilnio Mecenas, que regaló una granja al
poeta Horacio en el año 33 a.C, a gobernantes como Francisco I y la
familia Medici, cuyo amor por las artes transformó la condición social
de los pintores durante el Renacimiento en el siglo XVI. Aunque el grado
de intervención varía, nuestra cultura se hizo a través de compromisos
entre el concepto del bien público y las ambiciones personales,
políticas y financieras de los ricos y los poderosos.
Por supuesto, hay formas de patrocinio empresarial que son intrínsecamente
perniciosas, como, por ejemplo, la industria del tabaco
al apoderarse de las artes. Pero no se deben desdeñar todos los acuerdos
de patrocinio. No todos ellos suponen golpes bajos contra nobles
proyectos; lo más importante es que pueden impedirnos ver los cambios
que se producen. Si todos los acuerdos de patrocinio se consideran
igualmente valiosos, es fácil no advertir el momento en que el papel
del patrocinador comienza a ampliarse y a cambiar, que es precisamente
lo que ha venido sucediendo durante la década pasada, cuando
el patrocinio empresarial pasó de generar 7 mil millones de dólares en
1991 a 19.200 millones en 1999.
Cuando el patrocinio comenzó a reemplazar a la financiación pública
a mediados de la década de 1980, muchas empresas que habían
acudido a esta práctica dejaron de considerarla como un híbrido de filantropía
y de promoción de la imagen y comenzaron a tratarla exclusivamente
como un instrumento de marketing, y además muy eficaz. A
medida que crecía su valor promocional —y que en las industrias culturales
aumentaba la dependencia de los ingresos por patrocinio—, la
delicada dinámica entre los patrocinadores y los patrocinados comenzó
a transformarse, y muchas empresas exigieron un reconocimiento y
un control más amplios, llegando a comprar lisa y llanamente los actos
3. íbid, 221.
culturales. Como veremos más adelante en este mismo capítulo, las
marcas de cerveza Molson y Miller ya no se dan por satisfechas con el
hecho de que sus logos aparezcan en las pancartas publicitarias de los
conciertos de rock, sino que han creado una nueva clase de concierto
donde las estrellas consagradas que se presentan quedan completamente
oscurecidas por la marca patrocinadora. Y aunque el patrocinio
corporativo se ha dirigido principalmente a los museos y a las galerías
de arte, cuando en 1999 la marca de pastillas de menta Altoids, propiedad
de Philips Morris, decidió entrar en el juego, eliminó al intermediario.
En lugar de patrocinar un espectáculo ya existente, la empresa
gastó 250 mil dólares en comprar las obras de veinte artistas
principiantes y lanzó su Curiously Strong Collection, una muestra ambulante
de arte basada en el eslogan del marketing de Altoids, curiously
strong mints. Chris Peddy, el gerente de marca de Altoids, afirmó: «Hemos
decidido pasar al nivel siguiente».4
Estas empresas forman parte de un fenómeno más amplio que fue
explicado por Lesa Ukman, editor ejecutivo de International Events
Group Sponsorship Report, la Biblia del sector: «Desde MasterCard y
Damon a Phoenix Home Life y el banco LaSalle, todas las empresas
están adquiriendo derechos exclusivos y creando sus propios eventos.
Esto no sucede porque quieran introducirse en el negocio, sino porque
las propuestas que reciben los patrocinadores no se ajustan a sus
exigencias o porque han tenido experiencias negativas internándose
en el campo de los demás».5 Este progreso tiene cierta lógica: primero,
un grupo selecto de industriales trasciende su relación con los productos
materiales, y luego, convirtiendo el marketing en su actividad
principal, intenta modificar la condición social de éste, que pasa de ser
sólo una interrupción comercial a pretender una integración sin fisuras
con el evento.
El efecto más pernicioso es que tras algunos años de conciertos
Molson, de visitas papales patrocinadas por Pepsi, de zoos pagados
por Izod y de programas de baloncesto extraescolares financiados por
Nike, se cree que todo, desde las pequeñas celebraciones locales hasta
las grandes reuniones religiosas, «necesita un patrocinador» para alcanzar
el éxito. Así, el año 1999 vio la primera boda con patrocinio
corporativo. Esto es lo que Leslie Savan, autor de The Sponsored Life,
califica como síntoma número uno de la mentalidad del patrocinio:
4. Wall Street Journal, 12 de febrero de 1999.
5. Lesa Ukman, «Assertions», IEG Sponsorship Report, 22 de diciembre de 1997, pág. 2.
nos convencemos colectivamente no de que las grandes empresas se
estén inmiscuyendo en nuestras actividades culturales y comunitarias,
sino de que la creatividad y los certámenes serían imposibles sin su generosidad.
LAS MARCAS Y EL PAISAJE URBANO
La expansión de las marcas se reveló a los londinenses a través de
una comedia edificante de Navidad. La misma comenzó cuando la
Asociación de Regent Street descubrió que no tenía dinero suficiente
para comprar los farolillos de Navidad con que suele adornar la
calle durante esa temporada. Yves Saint-Laurent se ofreció generosamente
a sufragar el coste del decorado a cambio de que su logo
apareciera en las iluminaciones. Pero cuando llegó el momento de
colocarlas, se descubrió que los logos de YSL eran mucho más grandes
de lo convenido. A cada paso, los rótulos luminosos de cinco metros
y medio de alto recordaban a cada comerciante quién les había
permitido celebrar las Navidades. Al final fueron reemplazados por
otros más pequeños, aunque la conclusión siga siendo la misma: el
papel del patrocinador, como el de la publicidad en general, tiende a
ampliarse.
Mientras que antes las empresas patrocinadoras se daban por satisfechas
apoyando eventos comunitarios, los actuales inventores de
marcas y de significados no aceptaron este papel durante mucho tiempo.
La creación de las marcas es en realidad una operación altamente
competitiva, donde las marcas no sólo compiten contra sus rivales inmediatos
(como Nike y Reebok, Coca-Cola y Pepsi y McDonald's y
Burger King, por ejemplo), sino contra todas las demás de su entorno
publicitario, incluyendo los eventos y las personas a quienes apoyan.
Quizá sea esta la ironía más cruel del mundo de las marcas: la mayoría
de los fabricantes y minoristas comienza buscando escenas auténticas,
causas importantes y eventos favoritos del público para que estas cosas
infundan significado a sus marcas. Con frecuencia, semejantes gestos
son motivados por una admiración y una generosidad verdaderas.
Pero ocurre a menudo que la naturaleza expansiva del proceso de creación
de las marcas termine usurpando el evento y reduciéndolo a la
condición de perdedor absoluto. No sólo es que los fans comiencen a
experimentar una sensación de que se les ha hurtado un acontecimiento
que les era querido, cuando no un claro resentimiento, sino
que los patrocinadores mismos pierden lo que más estimaban: el aire
de autenticidad que querían asociar con sus marcas.
Eso es por cierto lo que le sucedió a Michael Chesney, el diseñador
de carteles que llevó los anuncios murales canadienses a la era de las
marcas. Le encantaba la calle Queen West de Toronto, con sus tiendas
de ropa de estilo funky, los artistas que se veía en todos los patios y, más
que nada, los graffiti pintados en las paredes de aquella parte de la ciudad.
Le parecía que siendo él mismo creador y vendedor de anuncios,
también era un hijo de la calle, porque aunque dibujaba por encargo
de las empresas, también dejaba su impronta en los muros, como los
autores de los graffiti. Fue en este contexto que Chesney inventó la
práctica de «tomar los edificios». A finales de la década de 1980, su
empresa, llamada Murad, comenzó a pintar directamente los anuncios
en las paredes de las fincas, aceptando que el tamaño de éstas determinaran
sus dimensiones. La idea se remontaba a los murales de Coca-
Cola de la década de 1920 que cubrían las esquinas de las tiendas de
ultramarinos y a las primeras fábricas y los grandes almacenes, que trazaban
sus nombres y sus logos en letras gigantes sobre las fachadas de
los inmuebles. Las paredes que Chesney alquilaba para la publicidad
de Coca-Cola, Warner Brothers y Calvin Klein eran algo más amplias,
y llegaron al colosal anuncio de 20 mil pies cuadrados que se erguía sobre
una de las intersecciones de calles más concurridas de Toronto.
Gradualmente los anuncios doblaron las esquinas, con lo que ya no
se reducían a una sola pared, sino que las cubrían todas: el anuncio se
convertía en edificio.
En el verano de 1996, cuando Levi Strauss eligió la ciudad para ensayar
su nueva línea SilverTab, Chesney organizó su mayor espectáculo,
y lo denominó «la toma de Queen Street». Entre 1996 y 1998, Levi's
aumentó sus gastos en anuncios murales en un asombroso 301 %,
y gran parte de esa cantidad cayó en Torono.6 Durante un año, y como
pieza central de la campaña de publicidad exterior más cara de la historia
de Canadá, Chesney pintó de plateado su amada calle. Adquirió
las fachadas de casi todos los edificios del sector con más actividad de
Queen Street y las convirtió en anuncios de Levi's, potenciando aún
más el decorado con extensiones tridimensionales, espejos y anuncios
luminosos. Fue el mayor triunfo de Murad, pero a Chesney le trajo algunos
problemas. Cuando pasé un día con él en las postrimerías de la
6. Advertising Age, 28 de septiembre de 1998.
campaña, no podía mostrarse en Queen Street sin que algún ciudadano
furioso le echara en cara aquella invasión. Después de escapar a algunas
balas, me contó que se había encontrado con una conocida
suya: «Me dijo: "Has tomado Queen Street por asalto". Casi se echó a
llorar, y a mí se me cayó el alma a los pies; estaba realmente furiosa
conmigo. ¿Pero qué puedo hacerle? Esto es el futuro; ya no es más
Queen Street».
Casi todas las grandes ciudades han presenciado alguna variante
de la toma tridimensional, si no en edificios enteros, en autobuses,
tranvías o taxis. Sin embargo, a veces resulta difícil mostrar rechazo
ante esta expansión de las marcas; después de todo, hace décadas que
la mayoría de estas vías y vehículos llevan alguna forma de publicidad.
Pero en algún momento ese orden quedó trastocado. Ahora los autobuses,
los tranvías y los taxis, con ayuda de la imaginación digital y
grandes cantidades de adhesivo de vinilo, se han convertido en anuncios
sobre ruedas, conduciendo a los pasajeros a su destino dentro de
barras de chocolate o de chicle, tal como Hilfiger y Polo convirtieron
la ropa en anuncios para vestir.
Aunque esta expansión perniciosa parece apenas una cuestión de
semántica cuando afecta a los taxis y a las camisetas, sus implicaciones
adquieren mayor gravedad si se consideran en el contexto de otra tendencia
publicitaria: la aplicación de las marcas a barrios y a ciudades
enteras. En marzo de 1999, el alcalde de Los Angeles, Richard Riordan,
anunció un plan para revitalizar las zonas más desfavorecidas,
muchas de las cuales aún mostraban la huella de los levantamientos de
1992, provocados por el veredicto contra Rodney King, y que consistía
en que las empresas adoptaran un sector deteriorado de la ciudad
y patrocinaran su desarrollo. Por el momento, los patrocinadores de
Genesis L.A., como se denominó el proyecto —y entre ellos Bank-
America y Wells Fargo & Co.— sólo tienen derecho a que esos sectores
reciban su nombre, como sucede con algunas instalaciones deportivas.
Pero como la iniciativa sigue la misma trayectoria de expansión
de las marcas que se ha verificado en otros sitios, es probable que las
empresas patrocinantes pronto adquieran poder político en estas comunidades.
La idea de una ciudadanía totalmente privatizada y sometida a una
marca no resulta hoy tan absurda como hace pocos años, como pueden
testimoniar los habitantes del pueblo Disney llamado Celebration
y como no tardaron en aprender los de Cashmere, Washington. Cashmere
es un tranquilo pueblo de 2.500 habitantes; su principal industria
es una fábrica de caramelos llamada Liberty Orchard, que viene
confeccionando marcas como Aplets y Cotlets desde su fundación en
1918. Todo marchaba muy bien hasta septiembre de 1977, cuando Liberty
Orchard anunció que se marcharía a menos que el pueblo consintiera
en convertirse en una atracción turística tridimensional para
publicitar las muy americanas Aplets y Cotlets, lo que incluía modificar
las señales viarias incluidas y convertir el centro urbano en tienda
de souvenirs de la empresa. The Wall Street Journal informaba sobre
las exigencias de Liberty Orchard:
Quieren que en todas las señales de las calles y la correspondencia
oficial de la ciudad se lea «Cashmere, Cuna de Aplets y Cotlets». Exigen
que las dos calles principales del pueblo pasen a llamarse Avenida Cotlets
y Avenida Aplets. El fabricante de caramelos también desea que el alcalde
y las demás autoridades le vendan el edificio del Ayuntamiento, que
construyan nuevos aparcamientos y que eventualmente coticen en Bolsa
para lanzar una campaña turística para promocionar la sede central
de una empresa que dice que su historia «corre paralela con la de los
EE.UU.».7
LAS MARCAS Y LOS MEDIOS DE COMUNICACIÓN
Hago un llamamiento a todos los productores para que no hagan películas
bajo patrocinio (...) Créanme, tratar que el público se trague la publicidad
y abrumar sus ojos y sus oídos con ella provocará un rechazo que
con el tiempo comprometerá sus negocios.
—Carl Laemme, de Universal Pictures, 1931
Aunque todas estos casos tienen un elemento común, a esta altura
de la historia del patrocinio publicitario es ya inútil suspirar por un
pasado mítico sin marcas o por un futuro utópico donde esté ausente
el comercio. Las marcas se tornan peligrosas —como sucedió en los
casos descritos— cuando la balanza se inclina a favor de los patrocinantes,
despojando a la cultura anfitriona de su valor intrínseco, tratándola
como poco más que un instrumento de promoción. Sin embargo,
es posible desarrollar una relación más equilibrada, donde el
patrocinador y el patrocinado conserven su poder y donde se tracen y
7. «Old-fashioned Town Sours un Candymaker's New Pitch», Wall Street Journal, 6 de octubre
de 1997, pág. Al.
conserven unos límites claros. Como periodista en activo, sé que los
medios de comunicación de propiedad de las empresas publican artículos
críticos e independientes, e incluso contrarios a éstas, pero aparecen
entre un anuncio de tabaco y otro de coches. ¿Esos artículos
quedan manchados por su impuro contexto? Sin duda. Pero si el objetivo
no es la pureza, sino el equilibrio, es posible que los medios escritos,
donde comenzaron las campañas publicitarias masivas, nos den
algunas lecciones importantes sobre cómo enfrentar el programa expansionista
de las marcas.
Es de todos sabidos que muchos anunciantes odian los contenidos
polémicos, que cuando se les critica, aunque sea suavemente, dejan
de poner anuncios, y que viven a la búsqueda de los denominados
agregados de valores, esto es, las menciones de sus artículos en guías
de compras y en folletos de modas. Por ejemplo S. C. Johnson & Co.
estipula que sus anuncios en revistas femeninas «no deben colocarse
junto a artículos de temas polémicos o de materiales contrarios a la
naturaleza del producto publicitado», mientras que los distribuidores
de diamantes De Beers exigen que los suyos estén lejos de cualquier
«elemento noticioso o de todo editorial contrario al tema del amor y
del romance».8 Y hasta 1997, cuando Chrysler colocaba un anuncio,
pedía que «se le informara por anticipado sobre cualquier contenido
a publicarse sobre temas sexuales, políticos o sociales o cualquier editorial
que pueda tener interpretaciones provocativas u ofensivas».9
Pero los anunciantes no siempre logran sus propósitos: los artículos
polémicos salen al aire o se imprimen, y hasta algunos que critican a
los grandes anunciantes. En sus momentos más atrevidos y libres, los
medios de comunicación proporcionan modelos viables de protección
del interés público a pesar de las presiones de las empresas, aunque
estas batallas se libren casi siempre de puertas adentro. Pero en
los peores casos, los mismos medios demuestran los efectos deformantes
que pueden ejercer las marcas en el discurso público, y especialmente
porque el periodismo, como cualquier otro sector de nuestra
cultura, está sometido a una presión constante para que se confunda
con las marcas.
Parte de esta creciente presión proviene de la explosión de proyectos
mediáticos patrocinados: las revistas, las páginas de Internet y
8. Gloria Steinem, «Sex, Lies & Advertising», Ms., julio-agosto de 1990.
9. «Chrysler Drops Its Demands for Early Look at Magazines», Wall Street Journal, 15 de
octubre de 1997.
los programas de televisión que incitan a las empresas a integrarse a
ellos durante la etapa de gestación del proyecto. Ése es el papel que
desempeñó Heineken en el espectáculo cultural y musical para jóvenes
británicos llamado Hotel Babylon emitido por la cadena ITV. En un
embarazoso incidente de enero de 1996, la prensa se enteró de la existencia
de una comunicación que un ejecutivo de Heineken había enviado
a los productores del programa, aún no emitido, donde les reprochaba
no «heinekenizarlo» lo suficiente. Específicamente, Justus
Koss se oponía a que los espectadores varones tomaran vino, y no
«bebidas masculinas como la cerveza o el whisky», señalaba que «no
sólo es necesario, sino imperativo mostrar más la cerveza» y se quejaba
de que el presentador «se colocara delante de las columnas de cerveza
cuando aparecían los invitados». Lo más irritante era que el ejecutivo
protestaba porque «entre el público había una proporción
excesiva de negros».10 Después de la polémica que se desató en la
prensa, el director ejecutivo de Heineken, Karel Vuursteen, presentó
excusas públicas.
Otro escándalo causado por el patrocinio estalló durante las Olimpíadas
de Invierno de 1998 de Nagano, en Japón, cuando la periodista
de investigación de la CBS Roberta Baskin comprobó que sus colegas
de la sección de deportes de la emisora daban las noticias vestidos
con chaquetas con el logo de Nike. Nike era el patrocinador oficial de
la cobertura del evento por la CBS, y había dotado a los periodistas
con prendas con su logo porque, según Lee Weinstein, el portavoz de
Nike, «nos ayuda a dar a conocer nuestros productos». Baskin dijo
«lamentar muchísmo y sentirse avergonzada» de que los periodistas de
CBS parecieran estar recomendando los productos Nike, no sólo porque
ello significaba un debilitamiento adicional de la separación entre
el contenido editorial y la publicidad, sino porque dos años antes Baskin
había revelado los abusos contra los trabajadores que se cometían
en la fábrica que Nike tenía en Vietnam. Acusó a la emisora de impedirle
seguir cubriendo la competición y de no volver a emitir su nota
sobre el tema, como estaba previsto, para proteger su convenio de patrocinio
con Nike. El presidente de noticias de CBS, Andrew Heyward,
negó pertinazmente haber cedido a las presiones de la empresa
patrocinante, y calificó la actitud de Baskin de «verdaderamente ridí-
10. Independent, 5 de enero de 1996, pág. 1, y Evening Standard, 5 de enero de 1996, pág.
12; y Andrew Blake, «Listen to Britain», en Buy this Book, editado por Mica Nava, Andrew Blake,
Iain McRury y Barry Richards, Londres, Routledge, 1997, pág. 224.
cula». A mitad de los Juegos quitó las chaquetas a los reporteros, pero
la sección de noticias las siguió llevando.
En cierto modo, estas historias son sólo versiones magnificadas de la
vieja pugna entre los coatenidos editoriales y la publicidad a la que los
periodistas se vienen enfrentando desde hace 125 años. Pero cada vez
más sucede que las empresas no se limitan a pedir a los editores y a los
productores que se conviertan en sus agentes de facto y que imaginen
maneras de incluir sus productos en las notas y en las fotografías, sino
que exigen a los medios que sean sus agentes reales ayudándoles a crear
los anuncios que aparecen en sus publicaciones. Hay cada vez más revistas
que están convirtiendo sus instalaciones en empresas de investigación
de mercado y a sus lectores en grupos focalizados, tratando de
crear un «valor añadido» que ofrecer a sus clientes: una información
demográfica bien detallada sobre sus lectores, reunida por medio de
amplios estudios y cuestionarios.
En muchos casos, las revistas utilizan luego la información sobre
los lectores para diseñar anuncios muy bien dirigidos hacia su público.
En octubre de 1997, la revista Details, por ejemplo, diseñó veinte páginas
de viñetas/anuncio con productos como la colonia Hugo Boss y
los vaqueros Lee integrados en las aventuras cotidianas de un patinador
profesional. En la página final de cada capítulo de la serie aparecía
el verdadero anuncio de la compañía.
Por supuesto, la ironía de estos experimentos con las marcas es
que sólo parecen hacerles sentir más resentimiento hacia los medios
que las albergan. Inevitablemente, las marcas relacionadas con un
estilo de vida comienzan a preguntarse por qué deben someterse a los
proyectos de medios que no les pertenecen. Al fin y al cabo, una vez
demostrado que pueden integrarse en las revistas más elegantes y nuevas,
¿por qué deben éstas mantenerlas a distancia, o peor aún, insultarlas
con la palabra «Publicidad», como las advertencias sobre los
perjuicios que causa el tabaco de las cajas de cigarrillos? De este
modo, como las revistas de estilo de vida se parecen cada vez más a catálogos
de artículos de diseño, los catálogos de artículos de diseño han
comenzado a parecerse cada vez más a las revistas: Abercrombie &
Fitch, J. Crew, Harry Rosen y Diesel han adoptado el formato de libros
de cuentos, con personajes que se mueven según argumentos elementales.
La fusión de los medios de información y los catálogos marcó un
nuevo hito en enero de 1998 con Dawson's Creek, la serie de televisión
para adolescentes. No sólo era que todos los personajes llevaban ropas
de J. Crew, con lo que, en aquel entorno marino y ventoso, parecían
salidos de las páginas de un catálogo de J. Crew, ni que mantuvieran
diálogos en que decían «Parece salido de un catálogo de J.
Crew», sino que además el elenco aparecía en la portada del número
de enero de la propia publicación de la empresa. En las páginas de
esta nueva mezcla de revista y catálogo se presentaba a los jóvenes actores
en yates y en muelles, como recién salidos de un episodio de
Dawson's Creek.
El lugar de nacimiento de estas nuevas ambiciones de las marcas es
Internet, donde nunca hubo ni sombra de separación entre los contenidos
editoriales y la publicidad. En la Red, el lenguaje del marketíng
alcanzó el Nirvana: el anuncio gratuito. En su mayor parte, las versiones
que presenta Internet de los anuncios de tiendas que aparecen en
los medios de información son similares a los impresos y a los televisivos,
pero muchos de ellos también aprovechan la Red para difuminar
la línea que separa los contenidos editoriales y la publicidad mucho
más agresivamente de lo que pueden hacer en el mundo no virtual.
Por ejemplo, en la página Teen People los lectores pueden comprar
cosméticos y ropa mientras leen. En Entertainment Weekly los visitantes
pueden adquirir los libros y los CD de que se habla. En Canadá,
The Globe and Mail se ganó las iras de los libreros por su página con
su sección literaria, ChaptersGLOBE.com. Después de leer las críticas,
los lectores pueden solicitar los libros directamente a la cadena
Chapters, una asociación entre el periódico y el minorista del sector
que constituye «la librería en línea más grande de Canadá». La asociación
entre The New York Times y Barnes and Noble provocó una polémica
similar en EE.UU.
Sin embargo, estas páginas son ejemplos relativamente modestos
de la integración entre las marcas y los contenidos que se está verificando
en la Red. Es cada vez más usual que las páginas sean creadas
por «editores de contenidos», cuya tarea consiste en producir materiales
que ofrezcan un buen envoltorio para las marcas de sus clientes.
Una de estas empresas es Parent («padres») Soup, inventada por la
empresa editores de contenidos «¡Village!» para Fisher Price, Starbucks,
Procter & Gamble y Polaroid. La empresa dice ser «una comunidad
de padres» y trata de imitar a los grupos de noticias de usuarios,
pero cuando los padres acuden a Parent Soup en busca de
consejo, lo que reciben es de este tipo: «La mejor manera de aumentar
la autoestima de su hijo es tomándole fotos con una Polaroid». Ya no
es necesario amedrentar ni sobornar a editores; basta con publicar un
contenido editorial hecho a medida y con anuncios prediseñados.
Absolut Kelly, la página de Internet de Absolut Vodka, ofreció un
anticipo de la dirección que estaban tomando las marcas. Desde mucho
tiempo antes, el fabricante venía solicitando a creadores visuales,
a diseñadores de moda y a novelistas materiales originales centrados
en su marca para utilizarlos en sus anuncios; pero esta vez fue diferente.
En Absolut Kelly, sólo el nombre de la página promocionaba el
producto; el resto era un resumen ilustrado del libro Out of Control de
Kevin Kelly, el editor de la revista Wired. Esto parecía ser lo que habían
anhelado siempre los gerentes de marca: que las marcas se integraran
naturalmente en el corazón de la cultura. Es verdad que cuando
los fabricantes descubren que se hallan del lado equivocado de la
frontera entre el comercio y la cultura son capaces de hablar en voz
bien alta, pero lo que en realidad desean es que sus marcas logren el
derecho de ser aceptadas no sólo como arte publicitario, sino como
arte a secas. Fuera de Internet, Absolut es uno de los principales anunciantes
de Wired, pero dentro de ella Absolut es el intérprete principal
y el editor de Wired el telonero.
En vez de pagar contenidos ajenos, todas las empresas presentes en
Internet tratan de ejercer el papel tan deseado de «proveedores de
contenidos»: la página de The Gap ofrece consejos para viajes, Volkswagen
brinda música gratis, Pepsi invita a sus visitantes a descargar videojuegos
y Starbucks presenta una versión en línea de su revista ]oe.
Todas las empresas que tienen páginas de Internet poseen una tienda
virtual de su marca, una cabeza de puente desde donde se puede pasar
a otros medios no virtuales. Lo que queda claro es que las empresas no
se limitan a vender sus productos por Internet, sino que están vendiendo
un nuevo modelo de relación entre los medios de información
y sus empresas anunciantes. Internet, con su naturaleza anárquica, ha
creado el espacio adecuado para que este modelo se plasme con rapidez,
pero está claro que los resultados están hechos para exportarlos
fuera de línea. Por ejemplo, alrededor de un año después del lanzamiento
de Absolut Kelly, la empresa logró la integración editorial total
en la revista Saturday Night cuando una botella Absolut fue envuelta
en la página final de un extracto de nueve de la novela Barney's
Version de Mordecai Richler. No era un anuncio, sino parte de la historia,
pero al final de la página se leía «Absolut Mordecai».11
11. Saturday Night, julio-agosto de 1997, págs. 43-51.
Aunque algunas revistas y programas de televisión están comenzando
a adoptar prácticas semejantes, el modelo de la integración total
de los medios y las marcas es una emisora de televisión, MTV. Ésta
fue patrocinada desde el comienzo, pues es una joint venture de Warner
Communications y American Express. Desde sus inicios MTV no
sólo ha sido una máquina de vender los productos que publicita durante
las 24 horas del día (ya sean cremas faciales o los discos que promociona
por medio de vídeos musicales), sino un anuncio ininterrumpido
de la propia MTV: se trata de la primera emisora televisiva que es
a la vez una marca. Aunque le han surgido docenas de imitadores, el
genio inimitable de MTV, como dice cualquier publicitario, consiste
en que los espectadores no ven programas, sino sencillamente la MTV.
«Para nosotros, la única estrella es MTV», dice Tom Freston, el fundador
de la emisora.12 Y en consecuencia, los anunciantes no sólo
quieren publicitarse en MTV, sino unir sus marcas a la emisora de maneras
aún inimaginables para los demás: con regalos, concursos, películas,
conciertos, ceremonias de entrega de premios, carreras, catálogos,
tarjetas de crédito y otras cosas.
El modelo de la fusión entre el medio y la marca perfeccionado por
MTV ha sido adoptado por casi todos los demás medios de difusión,
ya se trate de revistas, de estudios televisivos y de cadenas o programas
de televisión. La revista hip-hop Vibe se ha extendido a la televisión, a
los desfiles de moda y a los seminarios sobre música. La cadena Fox
Sports ha anunciado que desea que con su nueva línea de ropa para
hombre suceda lo mismo que con Nike: «Esperamos que la actitud y
el estilo de vida de Fox Sports se prolongue más allá de la TV y que
se instale en la espalda de los hombres, creando así un país de anuncios
ambulantes», dice David Hill, el director general de Fox Broadcasting.
La carrera para extender las marcas ha sido más movida en la industria
cinematográfica. Al mismo tiempo que para empresas como
Nike, Macintosh y Starbucks la aparición de productos de sus marcas
en las películas se ha convertido en un medio indispensable de marketing,
las películas mismas se conceptualizan cada vez más como «activos
mediáticos de marca». Las empresas del espectáculo que se fusionan
se lanzan a la búsqueda de elementos que unifiquen sus disímiles
activos por medio de redes promocionales interrelacionadas, y en la
mayoría de los casos los elementos son las celebridades que generan
12. «MTV Man Warns about Branding», Globe andUail, 19 de junio de 1998, pág. B21.
los éxitos de Hollywood. Las películas crean estrellas que se promocionan
en los libros, las revistas y la TV, y también ofrecen vehículos
para que los astros de los deportes, de la televisión y de la música extiendan
sus propias marcas.
En el capítulo 9 examinaré el legado cultural de este tipo de producción
impulsada por la sinergia, pero que también ejerce un efecto
más inmediato y que tiene mucho que ver con el fenómeno de la desaparición
del espacio cultural «sin marcas» con que se relaciona este
apartado. Los directores de marca se consideran productores de cultura
y hombres sensibles, y los productores de cultura adoptan las
despiadadas tácticas comerciales de los directores de marca, lo que ha
producido un gran cambio de mentalidad. El más leve anhelo de proteger
un programa de televisión de la intervención de los patrocinadores,
o a un género musical emergente del craso comercialismo, o a una
revista del control de sus anunciantes, es reprimido por la obsesión
maníaca de las marcas que consiste en difundir el «significado» de la
propia por cualquier medio, y a menudo en asociación con otras marcas
poderosas. En este contexto, la marca Dawson's Creek aprovecha
con afán su aparición en el catálogo de J. Crew, la marca Kelly se fortalece
asociándose con Absolut, la marca de la revista People deriva
beneficios de su estrecha relación con Tommy Hilfiger y los productos
acoplados de La amenaza fantasma y Pizza Hut, Kentucky Fried Chicken
y Pepsi son una promoción inapreciable de la marca La guerra de
las galaxias. Cuando la difusión de las marcas es el objetivo compartido
por todos, la repetición y la visibilidad son las únicas medidas verdaderas
del éxito. El viaje hasta este punto de integración total entre
la publicidad y el arte, entre las marcas y la cultura, ha durado la mayor
parte del siglo, pero el punto sin retorno llegó en abril de 1998, y
era inconfundible: fue el lanzamiento de la campaña de los kakis de
The Gap.
LAS MARCAS Y LA MÚSICA
En 1993, The Gap lanzó los anuncios donde se leía: «¿Quién llevaba
kakis?», y donde aparecían fotografías antiguas de figuras de la contracultura,
como James Dean y Jack Kerouac, vestidos con pantalones
color crema. La campaña utilizaba la misma fórmula repetida hasta el
hartazgo: escoger un artista famoso y asociar su mística con una marca,
con la esperanza de que se olvide al artista y que la marca se haga
famosa. La campaña provocó los acostumbrados debates sobre el marketing
masivo de la rebelión, lo mismo que la presencia de Willian Burroughs
en un anuncio de Nike hacia esa misma época.
Pasemos a 1998. The Gap lanza su exitosa campaña de anuncios de
kakis Swing: un vídeo en miniatura, exuberante y sencillo, que invita a
«saltar, bailar el swing y aullar». Era un vídeo estupendo. La pregunta
de si estos anuncios suprimen la honestidad artística de la música no tenía
cabida. Los anuncios de The Gap no aprovechaban el renacimiento
retro del swing; se podría argüir con razón que provocaban ese renacimiento.
Pocos meses después, cuando el cantautor Rufus Wainwright
apareció en un anuncio de The Gap con tema navideño, sus ventas se
multiplicaron, al punto de que su compañía discográfíca comenzó a
publicitario como «el cantante de los anuncios de The Gap». Mary
Gray, la nueva chica de R&B, también logró un gran éxito por medio
de un anuncio de Baby Gap. No era que los anuncios de los kakis de
The Gap fueran una imitación de los vídeos de MTV, sino que de la noche
a la mañana todos los vídeos de MTV —desde los de Brandy hasta
los de Britney Spears y de los Back Street Boys— comenzaron a parecerse
al de The Gap; la empresa ha creado una estética propia que se contagió
a la música, a otros anuncios e incluso a películas como The Matrix.
Después de cinco años de crear afanosamente una marca y un estilo de
vida, está claro que The Gap se dedica al negocio de crear cultura en la
misma medida que los artistas de sus anuncios.
Muchos artistas, por su parte, tratan ahora a las empresas como
The Gap no tanto como muertos de hambre que quieren abultar sus
honorarios, sino como un medio más para promover sus propias marcas
en la radio, la televisión y las revistas. «Tenemos que estar en todas
partes. No podemos ser demasiado selectivos en el marketing», explica
Ron Shapiro, vicepresidente ejecutivo de Atlantic Records. Además,
una campaña publicitaria de gran envergadura de Nike o The
Gap penetra en más rincones de la cultura que un vídeo muy difundido
por MTV o un artículo de fondo de Rolling Stone. Es por eso que
aparecer en estas campañas —como Fat Boy en los anuncios de Nike,
Brandy en los comerciales de Cover Girl y Lil' Kim en los de Candies—
equivale a pertenecer a «los 40 principales» de la actualidad,
como afirmaba Business Week con entusiasmo.13
Por supuesto, la apropiación de la música por parte de las marcas
no es la historia de una inocencia perdida. Los músicos han cantado
13. «Sing a Song of Selling», Business Week, 24 de mayo de 1999.
en anuncios y han firmado contratos de patrocinio desde la aparición
de la radio, sus canciones se han difundido desde emisoras comerciales
de radio y han sido contratados por empresas discográficas multinacionales.
Durante toda la década de 1980, estrellas del rock como
Eric Clapton cantaban en anuncios de cerveza, y las del pop en los de
Coca-Cola o Pepsi, como hicieron George Michael, Robert Plant,
Whitney Houston, Run-DMC, Madonna, Robert Palmer, David Bowie,
Tina Turner, Lionel Richie y Ray Charles, mientras que los himnos
de la década de 1960, como «Revolution» de los Beatles se convirtieron
en música de fondo de anuncios de Nike.
En este mismo período, los Rolling Stones hacían historia al inaugurar
la era de las giras patrocinadas; como era de esperar, dieciséis
años después siguen siendo los Stones quienes estrenaron la siguiente
innovación del rock empresarial: la banda como extensión de la marca.
En 1981, Jovan, un fabricante de perfumes que nada tenía que ver
con esta música, patrocinó una gira de los Rolling Stones en diferentes
estadios, que fue el primer acuerdo de esta especie, aunque modesto
para lo que son en la actualidad. Aunque la empresa colocó su logo en
varios anuncios y pancartas, seguía habiendo una clara diferencia entre
la banda que había decidido «venderse» y la empresa, que había
pagado una elevada suma para asociarse con la rebeldía inherente al
rock. Esta condición subordinada pudo resultar aceptable para una
empresa que sólo deseaba vender productos, pero cuando el diseñador
Tommy Hilfiger decidió que la energía del rock y del rap armonizaba
con la «esencia de la marca», lo que quería era una experiencia
integrada y más a tono con su búsqueda de una identidad trascendente.
Hilfiger no sólo logró un contrato para vestir a Mick Jagger, sino
también con Sheryl Crow, la telonera de los Stones: en escena, ambos
vestían prendas de la «Rock 'n' Roll Collection» que Tommy acababa
de lanzar.
Sin embargo, la integración total de la marca y la cultura sólo se logró
en 1999, cuando Hilfiger presentó la campaña de anuncios de la
gira No Security de los Stones. En los anuncios, jóvenes y hermosos
modelos de ambos sexos de Tommy aparecían a toda página «presenciando
» un concierto que los Stones ofrecían en la página siguiente.
Las fotografías de los músicos tenían un cuarto del tamaño de las de
los modelos. En algunos anuncios, no era posible ver a los Stones, sino
sólo a los modelos de Tommy, que posaban sosteniendo guitarras. En
todos los casos, en los anuncios figuraba un híbrido del famoso logo
de los Stones con la lengua roja sobre la bandera roja, blanca y azul de
Tommy. La leyenda decía «Tommy Hilfiger presenta la gira No Security
de los Stones», aunque no se mencionaba ninguna de las etapas,
sino sólo las direcciones de las principales tiendas de Tommy.
En otras palabras, no se trataba de patrocinar al rock, sino de un
«anuncio en vivo», como califica a este tipo de publicidad el consultor
de medios Michael J. Wolf.14 El diseño de la campaña evidencia que a
Hilfiger no le interesa comprar la actuación de nadie, aunque sean los
Rolling Stones. La actuación es el trasfondo, y sirve para empaquetar
atractivamente la esencia rockera de la marca de Tommy. Esto es sólo
otro ejemplo del proyecto más amplio de Hilfiger, que consiste en hacerse
un sitio en el mundo de la música, pero no como patrocinador,
sino como ejecutante, que es lo mismo que Nike ha logrado en el mundo
deportivo.
El ejemplo de Hilfiger y los Stones no sólo es el que mejor ilustra
la nueva relación entre las marcas y los patrocinadores que se extiende
en toda la industria musical. Por ejemplo, a Volkswagen le
costó poco lanzar DiversFest '99, un festival musical celebrado en
Long Island, Nueva York, bajo la marca VW, una vez que hubo utilizado
música electrónica ultramoderna en la publicidad del nuevo
modelo Beetle. DriversFest compite en la venta de entradas con Mentos
Freshmaker Tour, un festival ambulante de música que ya tiene dos
años de existencia y que es propiedad de un fabricante de pastillas de
menta; en la página de Internet de Mentos se invita a los visitantes a
votar por los conjuntos que desean escuchar en los conciertos. Del
mismo modo que en la página de Internet Absolut Kelly y en la muestra
de pintura Curiously Strong de Altoid, no se trata de eventos patrocinados:
la marca es la infraestructura del evento y los artistas sólo
el relleno; una inversión de la dinámica de poder que convierte irremediablemente
ingenua cualquier discusión sobre la necesidad de
proteger a los artistas no comercializados.
La aparición de esta nueva dinámica se manifiesta mejor en los festivales
que organizan las grandes empresas cerveceras. En lugar de limitarse
a tocar en anuncios de cerveza, como lo hubieran hecho en la
década de 1980, intérpretes como Hole, Soundgarden, David Bowie y
los Chemical Brothers acompañan las exhibiciones de las empresas
cerveceras. Molson Breweries, propietaria del 50 % de Universal Concerts,
la única empresa promotora de conciertos de Canadá, ya ha
logrado que su nombre aparezca cada vez que un cantante rock o pop
14. Michael J. Wolf, The Entertainment Economy, Nueva York, Times Books, 1999, pág. 66.
sube a un escenario del país, ya sea a través de su agencia Molson Canadian
Rocks o de su multitud de instalaciones: Molson Stage, Molson
Park y Molson Amphitheatre. Durante unos diez años esta organización
dio buenos resultados, pero a mediados de la década de 1990
Molson se cansó de quedar finalmente en segundo plano. Los intérpretes
mostraban una desagradable tendencia a acaparar la escena, y a
veces llegaban a insultar a sus patrocinadores ante el público.
Molson se hartó, y en 1996 organizó su primer concierto Cita a
Ciegas. El concepto, que luego fue exportado a los EE.UU. por una
empresa similar, Miller Beer, es sencillo: se celebra un concurso cuyos
ganadores pueden asistir a un concierto exclusivo montado por Molson
y Miller en una sala pequeña comparada con los estadios donde se
presentan las grandes estrellas. Lo fundamental es mantener el nombre
del intérprete en secreto hasta el momento de subir a escena. El
concierto despierta gran interés, alimentado por grandes campañas
publicitarias nacionales, pero el nombre que está en todas las bocas no
es el de David Bowie, de los Rolling Stones, de Soudgarden, de INXS
ni de los demás que hay actuando en estos eventos, sino el de Molson
y Miller. Después de todo, nadie sabe quién va a aparecer, sino sólo
quién organiza el concierto. Con las Citas a Ciegas Molson y Miller inventaron
una manera de equiparar sus marcas con músicos muy famosos,
manteniendo al mismo tiempo su ventaja competitiva respecto de
ellos. «Resulta cómico», dice Steve Herman, de Universal Concerts,
«pero la cerveza tiene más entidad que los conjuntos».15
Las estrellas del rock, convertidas en invitados de lujo de los conciertos
de Molson, siguieron encontrando maneras de rebelarse. Casi
todos los músicos que tocaban en una Cita a Ciegas lo hacían: así,
Courtney Love dijo a un periodista: «Que dios bendiga a Molson... Me
la paso por el...».16 Johnny Lydon, de los Sex Pistols, exclamó ante el
público: «Gracias por el dinero», y Chris Cornell de Soundgarden dijo
a los asistentes: «Sí, estamos aquí porque nos contrató una jodida empresa
cervecera... Labbatts's». Pero los exabruptos no afectaban al
evento principal, cuyas verdaderas estrellas eran Molson y Miller; lo
que hicieran aquellos petulantes intérpretes no tenía importancia.
Jack Rooney, el vicepresidente de marketing de Miller, explica que
con los 200 millones de dólares de su presupuesto de promoción se
dedica a diseñar maneras de diferenciar la marca Miller de todas las
15. Entrevista difundida por el programa especial de New Music «Smokes and Booze» por
la emisora Citytv el 22 de febrero de 1997.
16. Entrevista emitida por New Music de Citytv el 9 de septiembre de 1995.
demás con presencia en el mercado. «No sólo competimos contra
Coors y Corona», dice, «sino contra Coca-Cola, Nike y Microsoft».17
Pero no dice toda la verdad. En el elenco anual de las diez marcas más
vendidas de Advertising Age correspondiente a 1997 había un recién
llegado: las Spice Girls (lo que no podía extrañar, ya que Posh Spice
dijo una vez a un periodista: «Queríamos llegar a ser una "marca de
consumo doméstico", como Ajax».18). Y las Spice Girl ocupaban el
sexto lugar del primer listado «Celebrity Power 100» que publicó la
revista Forbes de mayo de 1999, que no se confecciona según la fama
o la riqueza, sino la «capacidad de marca» de los famosos. La lista
marcó un hito en la historia de las empresas, evidenciando la realidad
de que, como dice Michael J. Wolf, «las marcas y las estrellas han llegado
a ser lo mismo».19
Pero cuando las marcas y las estrellas son lo mismo, a veces son
también competidores en la dura lucha para hacer conocer las marcas,
hecho que han debido reconocer cada vez más empresas. El fabricante
canadiense de ropa Club Monaco, por ejemplo, nunca utilizó famosos
en sus campañas. «Lo hemos pensado», dice su vicepresidenta
Christine Ralphs, «pero en esos casos las estrellas predominan sobre la
marca, y eso es algo que no vamos a aceptar».20
Hay razones para la cautela: aunque la cantidad de fabricantes de
ropa y de dulces dispuestos a acudir a los músicos para la publicidad
aumenta sin cesar, los grupos musicales y sus sellos discográficos se rebelan
al verse reducidos a esta condición inferior. Después de comprobar
los enormes beneficios que lograron The Gap y Tommy Hilfiger
con su asociación con el mundo de la música, los sellos discográficos
se están dedicando también al negocio de las marcas. No sólo colocan
sofisticados aparatos detrás de los intérpretes durante sus actuaciones,
sino que hay cada vez más grupos que se consideran ante todo como
marcas: así las Spice Girls, los Backstreet Boys, N' Sync y All Saints y
muchos otros. Los grupos prefabricados no son una novedad en la industria
musical ni tampoco los grupos con líneas comerciales propias,
pero el fenómeno nunca llegó a dominar tanto en la industria de la cultura
pop como a finales de la década de 1990, y nunca antes los intérpretes
compitieron tan agresivamente con las marcas de consumo.
17. Kyle Stone, «Promotion Commotion», Report on Business Magazine, diciembre de
1997, pág. 102.
18. Ann Powers, «Everything and the Girl», Spin, noviembre de 1997, pág. 74.
19. Wolf, The Entertainment Economy, pág. 29.
20. «And the Brand Played On», Elm Str.eet, abril de 1999.
Sean «Puffy» Combs aprovechó su fama corno rapper y productor discográfico
para crear una revista, varios restaurantes, una marca de
ropa y una línea de platos congelados. Y Raekwon, del grupo de rap
Wu-Tang Clan, explica que «la música, las películas y la ropa forman
parte del pastel que estamos cociendo. Es posible que en el año 2005
haya muebles Wu-Tang a la venta en Nordstrom».21 Se trate de The
Gap o de Wu-Tang Clan, la única pregunta oportuna que queda por
hacer en el debate sobre el patrocinio parece ser cuándo nos atreveremos
a poner límites a las marcas...



el link del libro completo es
http://www.cgtmurcia.org/IMG/pdf/nologo.pdf

dimanche, novembre 21, 2010

unkle


ahah fue la primera vez que disfruté un halloween

lundi, août 30, 2010

ya me hace falta empezar nuevos ciclos

siempre he recordado lo que he vivido pero ahora no recuerdo nada, solo pasan las cosas
este año los mejores conciertos a los que podria asistir... eso espero. Air, The Pixies, UNKLE!!!!, massive attack y roger waters; el más prometedor, obviamente RW, después unkle.


si tan solo viniera portis...

lundi, juin 21, 2010

the attack! l'attacco!

ya me di cuenta de que lo mio es la inestabilidad. estoy harta de la rutina y más harta de la escuela. Me encanta ir pero me molesta lo ineficientes que resultan los académicos al no aceptar nuevas propuestas y no poder lidiar con ideas que no resultan de la misma linea que las suyas. Estoy perdida.

lundi, mars 29, 2010

lo nuevo siempre es lindo

luz, colores con negro, un amigo, planes, vodka, café. pelo largo, halagos... qué más puedo pedirrr?